Salud Mental
In memoriam Ruy Pérez Tamayo (1924-2022)

El jueves 27 de enero de 2022, al final de la sesión de la Comisión de Consultas de la Academia Mexicana de la Lengua se nos anunció la imprevista muerte del doctor Ruy Pérez Tamayo, quien había formado parte de esta comisión desde sus inicios en 2005. La noticia me cimbró duramente, pues había perdido de golpe a una de las personas más señaladas de mi vida. En los últimos años habíamos convivido en estas sesiones semanales que resuelven dudas del público sobre las palabras, las expresiones, la gramática, los significados y sobre el lenguaje en general. A pesar de su nonagenaria edad, Ruy no faltaba a esta cita de los jueves y se mantenía atento e interviniendo de manera informada, puntual y certera. Yo estaba muy unido a él por razones que intentaré exponer en este escrito, el cual quiero construir como un testimonio más que como una apología, pues su vida y obra académicas son muy conocidas y han sido referidas en un alud de notas necrológicas a raíz de su fallecimiento.

Para esbozar estas confidencias, emprenderé una ruta de regreso desde el presente hasta el pasado remoto, cuando en 1962 cursaba yo el tercer año de la carrera en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México y fui alumno de la materia de anatomía patológica que dictaba el joven, respetado y severo maestro Pérez Tamayo en la Unidad de Patología del Hospital General de México. Esbozaré sólo algunas anécdotas en una andanza de 60 años de longitud que hasta ahora han estado reservadas en mi memoria, incluido un desafortunado incidente que podría haber descarrilado lo que llegó a ser una larga y para mí gratísima relación.

Vuelvo entonces al tiempo reciente. La convivencia en la Academia Mexicana de la Lengua fue el resultado de una iniciativa que tuvo el propio Pérez Tamayo en el año de 2012, cuando me preguntó si no tenía inconveniente en que me propusiera para ocupar un sillón de esta corporación. En esa época, él dirigía el Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos de la UNAM, al que yo me había incorporado hacia 2001, también por su iniciativa. Cuando Ruy me planteó una posible pertenencia a la Academia yo tenía un conocimiento bastante limitado de la tradición, la obra y los alcances de esta venerable institución que ahora me es tan querida. Nunca había imaginado que podría ser candidato a formar parte de ella. Desde luego que acepté agradecido y en junio de 2013 empecé a asistir a las sesiones plenarias como académico electo, aunque por estatuto debería esperar un año antes de dar mi lectura de ingreso.

Propuse naturalmente a Ruy para responder a mi discurso de ingreso y en junio de 2014 tuve el placer de leer mi escrito “La naturaleza de la lengua” en el Museo Tamayo de la Ciudad de México y sobre todo de escuchar las palabras de respuesta y la bienvenida de mi maestro y colega. Más que referirse al contenido de mi alocución sobre los fundamentos evolutivos, cerebrales y conductuales del lenguaje, Ruy relató su experiencia como mi maestro y amigo, recordando que yo había formado parte del “escuadrón suicida” de estudiantes de medicina que habían pasado por su aula y sus peliagudos dominios magisteriales. Se refirió también a su lectura de mis libros, que él mantenía en la ordenada biblioteca de su domicilio en la colonia San Jerónimo de la capital mexicana. Leyó algunos párrafos elegidos no tanto por su contenido científico o teórico, sino por constituir manifestaciones más personales en referencia a convicciones o experiencias que habíamos compartido por amistad cercana.

En este tiempo Ruy había adquirido y disfrutaba de un lugar muy prominente en la intelectualidad mexicana. Además de pertenecer a la AML, en la cual había sido secretario y tesorero, era, entre otros galardones, Premio Nacional de Ciencias, miembro del Colegio Nacional, investigador emérito de la UNAM y del Sistema Nacional de Investigadores. Todo ello además de ser considerado por la comunidad científica nacional como uno de sus más preclaros líderes y exponentes.

En la primera década de este siglo conviví muy cercanamente con Ruy en el Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos de la UNAM. Como director de esta pléyade de entusiastas de la filosofía de las ciencias, Ruy conducía de manera precisa y puntual las sesiones que se llevaban a cabo en la Rectoría. Con su legendaria formalidad, iniciaba las labores a las 12 horas en punto, independientemente de quienes estuvieran presentes, otorgaba la palabra a quien fuera ponente en turno de un tema previamente convenido y lo daba por concluido hacia las 12:45 para abrir la discusión en el orden en el que anotaba a quienes manifestaban el interés de intervenir, hasta dar por terminada la sesión a las 13:30 horas. Entre 2001 y 2015 el Seminario funcionó de manera constante y muy satisfactoria para los 15 o 20 participantes que participamos de manera asidua. En cuanto a la organización, se volvió costumbre que se programaran varias sesiones alrededor de un tema particularmente interesante en la frontera entre las ciencias y la filosofía. Los ponentes de cada ensayo llegaban siempre a su sesión con un texto cuidadosamente elaborado al que daban lectura y que posteriormente pulían de acuerdo con los comentarios que suscitaba en las sesiones. Finalmente, alguno de nosotros se encargaba de compilar y editar las ponencias en forma de capítulos de una obra final. La relación de nuestro director con la editorial Siglo XXI, a través de Jaime Labastida, permitió la edición de una serie de libros. De esta manera aparecieron “El modelo en la ciencia y la cultura” coordinado por Alfredo López Austin en 2005; “Conciencia: Nuevas perspectivas en torno a un viejo problema” coordinado por Eugenio Frixione en 2007; “Discusiones sobre la vida y la biología” coordinado por el propio Ruy Pérez Tamayo en 2010; “Encuentros con la complejidad” recopilado por Jorge Flores Valdés y Gustavo Martínez Merkler en 2011. El Colegio Nacional publicó en 2016 un volumen coordinado por Pérez Tamayo sobre la muerte, tópico que le concernía desde su profesión de patólogo hasta su pasión por la filosofía de la ciencia. En todas estas compilaciones tuve la oportunidad de aportar capítulos en referencia a la conciencia que eventualmente recopilé en el libro “Moradas de la Mente. Conciencia, cerebro, cultura” (FCE 2020).

Las polémicas multidisciplinarias del seminario eran argumentaciones, justificaciones y críticas muy agudas o incluso severas de un grupo de investigadores señalado por su motivación para analizar los fundamentos y los andamiajes de diversas ciencias. Las convicciones y posturas teóricas de los participantes eran bastante distintas, desde una visión cientificista por un lado hasta la posición más relativista en el extremo opuesto. Ruy sustentaba una de las opciones más reciamente científicas, cercana algunas veces al positivismo, que admitía como verdadero el conocimiento científicamente validado mediante un método empírico y una teorización rigurosa. A pesar de su recia convicción y de ser el director del seminario, mostraba una actitud tolerante y abierta a quienes ponían en duda esta visión, o argumentaban en contra, aunque no les escatimaba su incisiva crítica. En otros foros y circunstancias, él mostraba una apasionada disposición de considerar a la ciencia como la condición ineludible del conocimiento válido y verdadero, una convicción que yo no compartía de manera tan plena, pero que no era ningún obstáculo para nuestra relación de respeto y afecto.

En la época que conviví con él en el SPCF solía regalarle en los fines de año una cinta o un disco de Schubert, pues sabía que los lieder de este compositor le eran particularmente agradables y suponía que su conocimiento del alemán le proveería con un deleite adicional. Siempre me pareció congruente el que Ruy haya sido un melómano y un conocedor de la música clásica. En una época Ruy y su esposa, la estimada y animosa Imgard Montfort, tomaban sesiones de música clásica y lo escuché decir que este era el momento más alto de su semana. Durante muchos años, la pareja de Imgard y Ruy, consortes y colaboradores de investigación, fueron asiduos a los conciertos dominicales de la OFUNAM en la Sala Nezahualcóyotl. Esta pasión musical puede verse y oírse en la obra de su hijo Ricardo en un derrotero de expresión más popular.

La recia convicción en la relevancia de la ciencia para la consecución no sólo del desarrollo económico, sino de la libertad social y personal, lo llevó a generar una extensa obra de divulgación científica en nuestro país y que trascendió sus fronteras. Ruy publicó múltiples obras de divulgación, algunas tan célebres y originales como “Serendipia: ensayos sobre ciencia, medicina y otros sueños” de 1980 o “El viejo alquimista” de 1993. Además, fue una pieza clave en la generación de la extensa biblioteca “La ciencia desde México” del Fondo de Cultura Económica, editorial que ha instituido el Premio Internacional de Divulgación de la Ciencia doctor Ruy Pérez Tamayo.

En el año de 2005 la Universidad Veracruzana fundó la cátedra Ruy Pérez Tamayo, consistente en nombrar un investigador científico como depositario anual para impartir un ciclo de conferencias en su sede de Xalapa. Tuve la fortuna de ser el receptor de esta cátedra en 2006 y charlé cercanamente con Ruy en los traslados, en la capital y la Universidad Veracruzana. Durante aquella amplia y relajada convivencia abordé temas personales. Uno de ellos se refirió a la historia de mi tío Manolo, médico rural en Galicia quien fuera asesinado por una escuadra falangista al inicio de la guerra civil española en 1936 y que poco después fuera objeto de mi libro Siembra y Memoria (FCE, 2010). El tema fue referido por él de manera solidaria y emocionante en su respuesta a mi lectura introductoria de la Academia Mexicana de la Lengua. Otro asunto versaba sobre mi inquietud por temas relacionados con las religiones, las tradiciones místicas, las prácticas de meditación y otros asuntos que estaban lejos de mi amigo y maestro, pero que compartí con él animado por la confianza. Ruy me escuchaba con respeto e interés, pero decía que no podría compartir conmigo esas inquietudes, pues se consideraba un “ateo genuino”, a lo cual yo le respondía con humor que esa limitación no debía ser un obstáculo. Ahora bien, a diferencia de otros colegas científicos que veían estas preocupaciones con desaprobación, o incluso con desprecio, Ruy se limitaba a expresar distancia, pero nunca censura.

En Ruy era muy notoria una coherencia entre sus convicciones científicas, políticas y éticas. De hecho, la ética se convirtió en tema de su interés como pensador y autor desde una plataforma lejana a la dogmática religiosa, con la que poco compartía, sino desde una certeza humanitaria y cívica, una ética laica de la práctica científica, de la práctica de la medicina, de cuidado y solidaridad coherentes con un humanismo de izquierda que profesaba. En este asunto estábamos fundamentalmente de acuerdo.

Llego a los tiempos en los que conviví con Ruy en el Instituto de Investigaciones Biomédicas. Por invitación de su entonces director Guillermo Soberón, Ruy, Imgard y su equipo de investigación fundaron un laboratorio hacia 1967. Poco después estalló el movimiento estudiantil de 1968. Ruy formó parte de un grupo de delegados del Instituto al Consejo Nacional de Huelga y en estos ajetreos políticos conviví con él pues, recién incorporado como investigador del Instituto, participé entusiastamente en el ideario y las acciones del movimiento. La convicción política de Ruy se me mostró de manera memorable el 12 de septiembre de 1973, cuando me topé con él en la parada de autobuses de Ciudad Universitaria. Estaba desencajado y me dijo: “esta es otra vez que nos derrotan…” en alusión al trágico golpe de estado a Salvador Allende llevado a cabo el día anterior en Chile.

Alcanzo ahora la época de la década de 1960 en la que fui estudiante de patología del severo y ya destacado maestro, quien, a sus treinta y tantos años, había publicado un libro de patología general que, traducido al inglés, era parte de las lecturas en varias universidades de Estados Unidos. Sus clases multitudinarias, su carisma, su tratamiento irónico y duro a los estudiantes eran legendarios en nuestra facultad y no todos estuvimos dispuestos a estar en su grupo: el “escuadrón suicida,” como le llamaría más adelante. La fascinante aureola de erudición, destreza, exigencia, distinción y gallardía del joven profesor tuvieron como consecuencia el que, pasada ya la materia regular, solicitara entrar al curso de “prosector de autopsias”, una especie de primer peldaño del nutrido grupo de estudiantes, residentes y tesistas que rodeaban como un séquito al joven y admirado maestro. Al tiempo que empecé a adiestrarme en las duras artes de la anatomía patológica, encontré el camino más afín de la psicobiología al que me he dedicado. Al darme cuenta de que no continuaría en la cohorte de aprendices de Pérez Tamayo, pedí verlo y tuve con él una penosa entrevista en la Unidad de Patología del Hospital General. Le anuncié que ya no seguiría el curso de prosector y cuando me preguntó la razón, abrumado por su aureola y su presencia, además de confuso a mis 20 años, tímida y torpemente le respondí: “no lo sé”. Muchas veces me he preguntado cómo no le mencioné con sana franqueza que la patología y la inmunología no eran mi llamado y que había encontrado un nicho más idóneo para mis intereses en la investigación del cerebro. El caso es que Pérez Tamayo me señaló secamente la puerta y yo salí con el rabo entre las piernas.

Sucedió entonces que, al encontrarme con él en diversas circunstancias, no escondía el disgusto de verme y yo no comprendía su reacción. Suponía que se encontraba en una esfera tan superior de la existencia académica que no habría de notar mi presencia. Años después me daría cuenta de que había desairado su magisterio sin una razón clara y adecuada y que eso es una afrenta para cualquiera. En mi larga convivencia con aquel maestro, que luego pasó a ser un colega cercano y un amigo cada vez más querido, nunca le mencioné el deplorable incidente que marcó el inicio de una historia que por fortuna desembocó en un afecto que fue cobrando un cariz fraternal.

Finalizo este recorrido con una consideración de este matiz fraterno de mi relación con Ruy Pérez Tamayo y se refiere al hecho de que, con lustros de diferencia, él se había formado a finales de los años 40 con el doctor Isaac Costero, patólogo de la escuela de Santiago Ramón y Cajal, exiliado en México e iniciador de la patología nacional, en tanto yo me formé a finales de los años 60 en el grupo del doctor Dionisio Nieto, neuropsiquiatra de la misma escuela e iniciador de la psiquiatría biológica y experimental en México. Nuestros maestros, Nieto y Costero, fueron condiscípulos, colegas y correligionarios. Alguna vez Ruy y yo comparamos nuestra experiencia con ambos maestros del exilio español a quienes tanto debíamos y de quienes nos alejamos para seguir una carrera más independiente. En un homenaje a su maestro, años después de su fallecimiento, Ruy lamentó no haber reconstituido su relación con Costero, a quien tanto debía, en tanto que yo tuve la fortuna de acercarme de nuevo al maestro Nieto y convivir con él hasta su partida en el mes de enero de 1985.

Declaro así con inmensa satisfacción que tuve el privilegio y la fortuna de convivir gran parte de mi vida adulta, profesional y académica con Ruy Pérez Tamayo, maestro, colega, mentor, interlocutor, caro amigo. Cumplidos 97 años de una vida creativa, plena, comprometida, prolífica y generosa, supimos por su hija Isabel que su padre había pasado sus últimos días frente al inagotable océano Pacífico en la costa de Ensenada.

En paz.

José Luis Díaz Gómez